lunes, 19 de enero de 2015

La casa de dientes

“No llego, no llego. No me da tiempo…” – Se dijo el pequeño ratoncito mientras acababa de acomodar un paquete, de color azul cielo con dibujos amarillos, dentro de una gran mochila de tono crema que llegaba, desde el suelo, más alto que su cabeza.


Pérez era un ratón, un ratón especial. Pero cualquiera que lo viera no encontraría diferencia ninguna con esos otros roedores comunes, de laboratorio. Era menudo, de un color parduzco parecido a la tierra húmeda. Tenía grandes bigotes, gigantes, que le gustaba llevar muy bien peinados y limpios. Sus dientes, sobre todo las paletas, eran blancas y enormes, sobresalían de su boca llegando casi a su barbilla, y su cola parecía un látigo, larga y fuerte. Pero él era un ratoncito muy peculiar, único, era especial.

Desde hacía mucho tiempo Pérez tenía una ilusión. Una vez soñó con la casa más maravillosa en la que ratón alguno podría jamás vivir y, desde aquella noche, se dedicó a construirla. La casa no era nada común, no estaba hecha de ladrillos, sino de dientes, de dientes de niños, y se preguntó cómo podría hacerla realidad.

Pérez dibujó los planos, hizo cuentas y cálculos, y llegó a la conclusión después de mucho pensar, que necesitaría muchos dientes para poder acabar la casa. Al principio se desanimó, no veía cómo conseguir tantos. Se le ocurrió que podría estar pendiente de cada diente de leche que cada niño del mundo perdiera, y usarlo para su casa. Tendría que recompensar al niño por ayudarlo a cumplir su sueño, claro. Pensó en dejar un regalo, por cada diente, así los niños no tendrían miedo de perder su diente y él se haría con un buen número de ladrillos. Empezaría por los niños que conocía, los que vivían cerca de él.

Y así, el ratoncito comenzó con los niños de su pueblo, a cambiar cochecitos y muñecos por dientes. Lo hacía por las noches, cuando nadie lo veía, porque Pérez es muy tímido y le da mucha vergüenza que la gente lo mire y le hable. Una vez una niña le preguntó cómo se llamaba, y le dio tanta vergüenza y se puso tan tan rojo que en vez de un ratón parecía un tomate gordo de huerta.

Poco a poco fue atreviéndose a ir más lejos a por dientes, siempre de noche, por supuesto. Dejaba bajo las almohadas monedas de chocolate, cuadernitos para dibujar, pequeños anillos, lápices de colores, canicas… Y a cambio los niños le dejaban sus dientes caídos. Nunca repetía un juguete y los niños despertaban con la sorpresa bajo sus cabecitas. Los pequeños hablaban de él en los patios del cole, en la plaza, jugando con los amigos, y poco a poco se fue haciendo famoso. Ratoncito Pérez lo empezaron a llamar.

Imagínate cuanto dientes le hacen falta para construir toda una gran casa, son muchos, y por eso siempre va corriendo de un lado a otro, de casa en casa, de noche cuando nadie lo ve, cargado con una gran mochila, color crema, llena de juguetes por entregar y de dientes recogidos.

Pero a Pérez no le vale cualquier diente. Necesita dientes fuertes, sanos, que den seguridad a las paredes de la casa. Por eso los niños tienen que cuidar muy bien de sus dientes, y que sean perfectos para formar parte de la casita. Hay que lavarlos y cepillarlos por la mañana y por la noche, y cada vez que se comen cosas dulces. Cepillo arriba, cepillo abajo, muelas, detrás de los dientes, delante, por todos lados, bien cepillados.

Si se te cae un diente, el Ratoncito Pérez lo sabrá, no importa dónde y cuándo se caiga. Él preparará un regalo y lo dejará bajo tu almohada después de darte un beso y las gracias por ayudarlo. Se llevará tu diente y lo pondrá en su casita, luego se sentará en su sillón preferido y se quedará mirando contento su hogar. 

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